viernes, 15 de abril de 2011

Caminando hacia la Pascua

Carta Pastoral Semana Santa 2011


Queridos hermanos todos en el Señor,

A las puertas mismas de la Semana Santa os invito a actualizar y descansar en ese misterio inefable de amor que está en el origen del acontecimiento único que conmemoramos en estos días: "Porque tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Toda la Pasión del Señor tiene como único motivo el amor, el amor de Dios por nosotros hecho visible en Cristo su Hijo. Otra vez es san Juan, el discípulo amado, quien nos lo afirma en su evangelio: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

Durante estos días santos, seguiremos las huellas de nuestro Maestro y reviviremos con Él los misterios de su Pasión. En Jerusalén transcurrieron los acontecimientos cruciales de nuestra fe y es allí donde Jesucristo vive su Pascua, que es nuestra Pascua y la Pascua de toda la humanidad. Jerusalén nos evoca a un tiempo el pasado histórico y el futuro escatológico. Nuestras Hermandades y Cofradías pueden ayudarnos a releer cada una de las páginas de la Pasión e introducirnos en los hechos que se sucedieron como si se repitieran efectivamente ante nuestros ojos. Paso a paso, escena por escena, seguiremos el camino que Jesús recorrió con sus propios pies durante los últimos días de su vida mortal. De este modo, nuestras calles se convertirán en Getsemaní, en el Pretorio, en la Vía Dolorosa, en el Gólgota, en el Santo Sepulcro. Y todo ello con el fin de facilitar una buena celebración de la liturgia de la Iglesia, que hace posible actualizar y vivir en la fe el misterio salvador de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Es precisamente la celebración litúrgica de los misterios de Cristo lo que nos permite unidos en la fe y alimentados por ella, actualizarlos y participar en la gracia que de ellos brota, más allá de la imaginación o el sentimiento que se despierten en nosotros, aunque también éstos tengan su cometido.

El Domingo de Ramos abre solemnemente la Semana Santa. La liturgia de las palmas y los ramos anticipa en este domingo el triunfo de la resurrección, mientras que la lectura de la Pasión según San Mateo nos invita a entrar conscientemente en la Semana Santa de la Pasión gloriosa y amorosa de Cristo el Señor.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros una actitud de coherencia y de perseverancia. Se trata de ahondar en nuestra fidelidad para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente pero que pronto se apagan. El olivo y las palmas que llevaremos a nuestras casas serán el signo exterior de que hemos optado por seguir a Jesús en el camino hacia el Padre. Esta presencia de las palmas y de los ramos en nuestros hogares es un recordatorio permanente de que hemos vitoreado a Jesús, nuestro Rey, y le hemos seguido hasta la Cruz, de modo que, siendo consecuentes con nuestra fe, sigamos y aclamemos al Salvador durante toda nuestra vida. Que nuestro grito de júbilo no se convierta en el ingrato «crucifícalo» del Viernes Santo sino que, al contrario, la celebración de la entrada en Jerusalén nos estimule a vivir de verdad esta semana de dolor y de gloria. Vivir la Semana Santa significa introducirnos en la Pasión e identificarnos con los distintos personajes, de modo que en ellos descubramos diversas páginas del libro de nuestra propia biografía, lo cual supone descubrir cuáles son los pecados que se dan en nuestra vida, buscando el perdón generoso de Cristo que, como a Pedro, nos mira con ojos de misericordia y nos invita, con los brazos abiertos, a acudir a Él que suplica por nosotros “perdónalos Padre porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Vivir la Semana Santa se nos presenta como una gran oportunidad para detenernos un instante, para pensar en serio, para preguntarnos en qué se está gastando nuestra vida. Se trata de una ocasión única para darle un rumbo nuevo a nuestros trabajos y a la vida de cada día, para mostrarle nuestro corazón a Dios, que nos sigue esperando, y abrirnos a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Es así la posibilidad de participar de la muerte y resurrección de Cristo, de morir a nuestros egoísmos y de resucitar a un amor digno de tal nombre.

Por lo tanto, vivir la Semana Santa es proponerse seguir junto a Jesús todos los días del año, buscarlo allí donde le podemos encontrar, esto es, en la oración, en los sacramentos, en la caridad y de esta manera construir la civilización del amor y de la vida y no dejarse engañar por la hipocresía de nuestra sociedad que, como en tiempos de Jesús, quiere justificar la muerte de los inocentes en el seno de su madre o bien hacer bandera de “guerras caritativas y democráticas” que sólo tienen como causa puros intereses económicos.

Tras la celebración del Domingo de Ramos, el Martes Santo celebraremos en la Catedral la Misa Crismal en la que somos invitados a vivir con alegría nuestra condición de pueblo de Dios que, presente aquí en la tierra, camina hacia la Jerusalén celeste sostenido por los signos sacramentales. A ello nos ayudará la consagración, como cada año y para toda la Diócesis, de los Óleos Sagrados, fuente inagotable de la gracia redentora de Cristo a través de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, las Órdenes Sagradas y la Unción de los Enfermos.

Con la celebración del solemne Triduo Pascual, llegaremos al momento culminante de esta Semana, la mayor del año para los cristianos. Éste se abrirá con la misa vespertina de la Cena del Señor, día de reconciliación y caridad, memorial de la eucaristía que sirve de pórtico a la Pasión redentora del Señor. En efecto, en la celebración del Jueves Santo, la Iglesia revive la Última Cena de despedida de Jesús y celebra la caridad fraterna por medio de dos gestos muy significativos. El primero –el Lavatorio– de naturaleza testimonial, el otro –la institución de la Eucaristía– sacramental. Todas las lecturas de este día nos evocarán la entrega de Jesús, quien cumpliendo con el viejo rito de la pascua judía (Ex 12, 1-14), ofrece su Cuerpo en lugar del cordero (1ª Cor 11, 23-26) y proclama el mandamiento del servicio recíproco y del amor fraterno (Jn 13, 1-15). En el mismo momento que sella esta Alianza nueva, en esta misma hora, la de las tinieblas, prevista amargamente en Getsemaní, Jesús es entregado por uno de los suyos y abandonado por los demás discípulos.

Es esta entrega, aceptada con amor obediente al Padre y ofrecido a los hombres, la que abre el Viernes Santo, día en que adoramos la Cruz del Señor. En una celebración sobria y austera, aunque no exenta de majestad, nuestras miradas se centran en la inmolación del “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29) y en la señal de su muerte redentora: la Santa Cruz. La acción litúrgica de este día quiere concentrar la atención de los fieles sobre todo por el misterio de la Cruz. La adoración de la Cruz por todo el pueblo, precedida de la ostensión a toda la asamblea: «Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo» es tradicionalmente acompañada por el himno Crux fidelis:

“¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol, donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!»

La alusión al árbol del paraíso nos recuerda que si el fruto de aquel árbol produjo la muerte, el fruto de este precioso Árbol es la Vida misma que de él pende. Los Improperios, por su parte, apuntan al misterio de la glorificación y de la divinidad de Jesús, que muere herido de amor y lleno de ternura hacia su pueblo.

Tras la adoración de la Cruz entraremos, durante el Sábado Santo, en la meditación del profundo misterio de la muerte de Cristo. Si el Viernes Santo nos permitía contemplar aún al Traspasado, colgado de la Cruz, exhausto de amor, el Sábado Santo es un día “vacío” litúrgicamente pues la pesada piedra de la tumba oculta al Muerto: todo parece haber terminado, la fe aparentemente parece reducirse a una mera ilusión o un ciego fanatismo. A última hora ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su Hijo y que, obediente hasta la muerte, todo lo había puesto en sus manos.

En este Sábado hondo y silencioso –a medio camino entre el dolor de la Cruz y el gozo de la Pascua– los discípulos experimentan el silencio de Dios, el abatimiento de su aparente derrota, la dispersión debida a la ausencia del Maestro, que a la vista de los hombres parece estar, uno más, definitivamente prisionero de la muerte. Todo esto junto a la vergüenza por haber huido y renegado del Señor hace que se sientan traidores, incapaces de afrontar el presente.

¿No es éste, de forma especialmente trágica, una representación de nuestros días? ¿No comienza a convertirse nuestro tiempo en un gran Sábado Santo, en el día de la ausencia de Dios, en el cual incluso a los seguidores de Cristo se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa, camino de Emaús, avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza, sin advertir que Aquél a quien creen muerto se halla entre ellos? ¿No es la ausencia de esperanza la enfermedad mortal de las conciencias en esta época signada por el rechazo a Dios y la exaltación del materialismo relativista y hedonista? Incluso en los discípulos podemos reconocer la desorientación, las nostalgias, los miedos que caracterizan nuestra vida de creyentes en el escenario de la dictadura del relativismo.

Pero en este Sábado Santo se otea el resplandor de la vigilia y se nos invita a vivirlo con María, con la Iglesia, que vela en la espera, alentada por la certeza en las promesas de Dios y por la esperanza en la potencia divina que resucita a los muertos. Mirando a María, descubrimos que frente a la indiferencia y a la frustración, a la exaltación del puro goce del instante y sin espera de futuro, el único antídoto posible es la esperanza. Pero no una esperanza que se asienta en cálculos, previsiones y estadísticas, sino en aquella otra que tiene su único fundamento en la fidelidad de Dios.

Esa es la gran luz que nos traerá la celebración de la Resurrección gloriosa del Señor en la Vigilia Pascual. La fe en el Misterio Pascual de Cristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación nos constituye ante el mundo en testigos de esperanza con nuestras palabras y con nuestra vida. Mirando a Jesús y a María, su Madre, podemos argumentar ante la increencia de la cultura actual que la verdadera fuerza del hombre se manifiesta y se realiza en la fidelidad con la que es capaz de dar testimonio de la verdad, resistiendo a loas y amenazas, a incomprensiones y chantajes e incluso a la persecución más dura y cruel. Por este camino, nuestro Redentor nos llama para que resistamos “arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (Col 2,7) para poder así ser lo que Jesús espera de nosotros, es decir, "sal de la tierra" y "luz del mundo" (cf. Mt 5, 13-14).

La liturgia de la Vigilia Pascual y del Domingo de Resurrección que viviremos, nos hace contemporáneos, con toda la Iglesia, de la gran victoria de la Cruz. Cristo resucita y su triunfo sobre la muerte supone un acontecimiento actual, no un mero recuerdo del pasado. A todos se nos invita a introducirnos con Cristo en su propia Pascua, en su propio paso de este mundo al Padre. Y de este modo se nos ofrece sumergirnos de nuevo en el misterio de nuestro bautismo y renovar de esta manera nuestra pertenencia a Cristo glorioso, a celebrar el signo más luminoso del Amor de Dios por sus criaturas.

La Iglesia velará vigilante para celebrar el triunfo del Amor sobre el egoísmo, de la Luz sobre las tinieblas, de la Vida sobre la muerte. En el silencio de la Noche Santa, Cristo Resucita, sale vivo del sepulcro, resucitado para siempre, levantado victorioso de entre los muertos. Luz de luz, Dios de Dios, Vida de la Vida que invade la entera existencia humana. Como las santas mujeres llevaremos el anuncio de la Buena Noticia de que Cristo está vivo porque, como ellas, recibiremos el anuncio de los ángeles, lleno de un gozo desbordante: “¡Ha resucitado!”. En el sepulcro ya no domina la muerte, sino que sobre ella reina la Vida y quienes, como la Magdalena, lo hemos visto y le hemos oído llamarnos por nuestros nombres, tendremos ocasión de renovar nuestro sí y seguirlo por el camino que va de la Cruz a la gloria.

Dios está vivo no en el pasado, sino en el presente y su amor es más fuerte que todas nuestras muertes. Desde este momento es posible vivir la caridad conyugal, capaz de motivar la respuesta a la vocación matrimonial y la fidelidad a la alianza sellada en el sacramento nupcial. Ahora podemos beber de un amor de gratuidad, alimentado en los torrentes de la gracia y que hacen posible la donación, el servicio y el sacrificio personal para que la familia sea vivida como lugar de libertad, de crecimiento, de verdad. La victoria sobre la muerte abre la puerta para afrontar el desafío de la crisis de las relaciones conyugales y familiares y superarlas mediante el perdón recíproco repetido y la solicitud de la caridad inspirada por el Evangelio. A la luz de la Resurrección es una realidad la iluminación de multitud de vidas consagradas a Dios para servir a los hombres, viviendo en castidad, pobreza y obediencia. Ahora será posible, en una sociedad secularizada, mantener vivo el sabor de los cristianos, el buen olor de Cristo y proponer ante un mundo hedonista la sabiduría de la Cruz sublime cátedra de verdad y de amor.

Preparémonos para escuchar la Buena Noticia que resonará como himno de victoria: ¡Cristo ha resucitado¡ La muerte y el mal no tienen la última palabra, sino la Verdad y el Bien, Dios mismo. Dispongámonos a entrar en este tiempo de alegría y de fiesta, entonando con fuerza el canto solemne del Aleluya pascual.

A la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la primera, según piadosa tradición, en ver a su Hijo resucitado, le encomiendo a cada uno de vosotros, sus hijos, para que por su poderosa intercesión os conceda la gracia de experimentar en la propia vida la resurrección gloriosa de Cristo, que es también la nuestra. ¡Feliz Pascua de Resurrección!

+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez